Comienzo esta primera "entrada" del nuevo año deseando un muy feliz 2011 a todos los lectores de
ZD, que seguirá siendo fiel a su vocación de observar y comentar las cosas que ocurren en la actualidad política y económica. Y comenzamos el ejercicio enlazando con lo que decíamos al final de 2010, ya que el texto que os ofrezco a continuación viene a ser la continuación del anterior. Entre medias de ambos se produjo la comparecencia de fin de año de Rodríguez Zapatero. Ninguno de los argumentos empleados por el Jefe del Gobierno invalida lo que aquí se cuenta.
Criticábamos en una "entrada" anterior la escasa voluntad negociadora que está demostrando el Gobierno de
ZP en el delicado asunto de la reforma de las pensiones. Y por reforma tenemos que entender recortes, no en las pensiones ya reconocidas por el Estado, sino en los derechos y expectativas de quienes hoy somos cotizantes y estamos en camino de llegar a convertirnos en perceptores. Es evidente que estamos ante uno de los grandes problemas a los que se enfrenta nuestra sociedad: el de cómo asegurar las rentas de un número cada vez mayor de pensionistas. El gasto en pensiones es la parte del león del gasto público en España y en los países de nuestro entorno; y cualquier política responsable necesariamente tiene que tener entre sus prioridades la de mantener bien embridada esa partida.
¿Qué quiere decir bien embridada? Aquí ya entramos en el terreno del debate político e ideológico y no sólo en el del debate técnico o el cálculo actuarial. Actualmente, el gasto en pensiones representa el 10 por ciento del PIB en números redondos. Y tiende a crecer entre un 0,1 y un 0,2 del PIB por año, principalmente por dos razones: por el incremento del número total de pensionistas y porque el promedio de las nuevas pensiones que se reconocen es superior al promedio de las pensiones que cobraban quienes pasaron a mejor vida. Pero tampoco es una tendencia lineal, porque depende de la tasa de crecimiento económico. En los tres lustros que van de 1993 a 2007 –años de intenso crecimiento de la economía española- el gasto en pensiones llegó a situarse en torno al 8 por ciento del Producto Interior Bruto. Fue en esos años de superávit en la Seguridad Social –gracias a los más de 20 millones de cotizantes que llegó a haber en algún momento- cuando se decidió crear el Fondo de Reserva de las Pensiones, que en la actualidad supera la cifra de 65.000 millones de euros.
Para los partidarios de menos impuestos (sobre todo impuestos directos, ya que contra los indirectos nunca tienen nada), mantener embridada la partida de las pensiones significa llevar a cabo todos los recortes que hagan falta para evitar que aumente la porción que representan del PIB. Para el abajo firmante, no pasa nada aunque lleguen a representar -como ya reporesentan en los países europeos más importantes- el 12 ó el 13 por ciento del PIB, cosa que, al ritmo actual, podría suceder dentro de 30 ó 40 años. Aquí podríamos invocar el famoso dicho de Keynes, según el cual, a largo plazo todos estaremos calvos. Téngase en cuenta, además, que si a día de hoy el Fondo de Reserva representa más de medio año del pago de prestaciones, para dentro de dos o tres décadas muy bien podría representar cuando menos un año o año y medio. Quiere decirse que sólo con sus rendimientos daría de sobra para cubrir esa décima o dos décimas más de PIB a que nos referíamos más arriba. Así, pues, necesitamos seguramente retejar la casa, pero sin prisas y sin atropellos. Desde luego, no necesitamos para nada las urgencias que dicen sentir (por razones ideológicas y no científicas evidentemente) los señores de la OCDE y que por desgracia parecen haberse contagiado al señor Presidente del Gobierno de España.
Una de las razones que se alegan para una medida tan drástica como retrasar a 67 años la edad de jubilación (reconozcamos, en todo caso, que no sería tan drástica si se aplica a un ritmo de un mes más por año), es que en el futuro no habrá cotizantes suficientes para “soportar” la carga que representarán los pensionistas. Quienes defienden este pronóstico tan sombrío, deberían hacer un esfuerzo por ver la ecuación desde otra perspectiva: muchos de nuestros jóvenes actuales y de los niños que ahora están en la escuela van a tener un empleo gracias a la demanda creciente de servicios que representan los mayores de 65 años. La transferencia de renta no va a ser sólo desde los jóvenes cotizantes hacia los jubilados protegidos. Hay que considerar, además, dos aspectos decisivos del problema. El primero, que las pensiones no están exentas de impuestos y que una parte de las prestaciones futuras podría pagarse con impuestos y no con las cotizaciones (como ya se hace, por cierto, con los llamados complementos a mínimos y con las prestaciones no contributivas). Y el segundo, la productividad. El tamaño de la “tarta” que tendremos para repartir (el tantas veces mentado PIB) depende más de la productividad general del sistema económico que del número total de activos. En los llamados años del hambre, por ejemplo, el 70 por ciento de la población activa española estaba en el campo. Hoy en día apenas el 3 por ciento está ocupada en la agricultura y la ganadería, pero disponemos de más alimentos que nunca en nuestra historia.
Retrasar la edad de jubilación, por otra parte, agravaría el problema de la falta de puestos de trabajo para los jóvenes. Sería mejor, a mi juicio, dejarla tal como está, es decir, voluntaria y no obligatoria a los 65; y con los incentivos que se aprobaron durante el primer mandato de Rodríguez Zapatero para quienes voluntariamente retrasan la edad de retiro. Desde la perspectiva de mantener controlado el crecimiento del gasto en pensiones, es más equitativa la ampliación del período de cálculo y probablemente sería suficiente por ahora. En la actualidad se toman los últimos 15 años de cotización, pero en el proyecto de reforma que aprobará el Gobierno a finales de enero ya se incluirá una ampliación hasta los 20 años; y en el futuro podría ampliarse hasta los 25 ó incluso más. Aunque algunos trabajadores podrían salir beneficiados, el efecto estadístico de esta ampliación sería el de rebajar la cuantía media inicial de las pensiones que se reconocen cada año.
Otras dos medidas que podrían incluirse en los cambios que prepara el Ejecutivo serían la ampliación del número de años necesarios para tener derecho a una pensión contributiva (15 en la actualidad) y también del número de años de cotización para tener derecho al 100 por cien de la pensión (35 en la actualidad). Ambas cosas serían excesivas e injustas, sobre todo la segunda, ya que, dadas las condiciones del mercado laboral en España, difícilmente los jóvenes actuales conseguirán llegar a la edad de retiro con 35 años de cotización a sus espaldas.
En definitiva, pues, el Gobierno debería negociar los cambios con los interlocutores sociales y luego aprobarlos en el Parlamento mediante un acuerdo amplio y no imponiendo una mayoría contraria al sentir de sus propias bases sociales, como demuestra la airada reacción de los sindicatos. Gobernar por la vía del ordeno y mando no va a calmar a los insaciables mercados y va a generar conflicto social, porque agravará la injusta distribución de la renta que ya padecemos.