miércoles, 1 de noviembre de 2017

CATALUÑA Y ESPAÑA: HABLEMOS DE DINERO YA QUE NO PODEMOS HABLAR DE AMOR



     La puesta en práctica del artículo 155 de la Constitución, que tantas dudas, tantos temores y tantas incertidumbres había suscitado, está resultando un bálsamo para la convulsa situación política y económica de Cataluña. Pero una nueva inquietud, que algunos ven como un nubarrón tormentoso, se perfila ya en el horizonte: ¿y qué pasa sin en las elecciones autonómicas del 21-D vuelve a salir una composición del Parlament idéntica o similar a la que tenía el Parlament disuelto por Mariano Rajoy en la tarde-noche del 27 de octubre?
    La respuesta a esta pregunta es que de momento lo mejor es esperar y ver. Con los datos que ahora mismo tenemos en la mano, lo más probable es que salga un Parlament un poco más ingobernable que el anterior. Y las fuerzas soberanistas o secesionistas puede que sigan teniendo la mayoría, dado que el reparto territorial de los 135 escaños les favorece. En tal caso, y en el supuesto de que puedan ponerse de acuerdo, me parece que deberían aceptar un consejo muy certero que les dio Pablo Iglesias estos días de atrás: su mayoría en el Parlament les da derecho a gobernar Cataluña, pero no les da derecho  a la independencia unilateral. Y añado yo que tampoco tendrían derecho a un nuevo “Procés” como el que hemos sufrido desde las elecciones de 2015.
     El desenlace que ha llevado a Puigdemon, Forcadell, Junqueras y unos cuantos más ante los tribunales demuestra que en última instancia estamos ante una cuestión de pura y descarnada fuerza: quien tiene la fuerza impone su ley. Una fuerza que, según las circunstancias, puede presentar diferentes aspectos: moral, política, legal o física. Es evidente que el independentismo no tenía, ni parece que vaya a tener a corto plazo, la fuerza necesaria para imponerse al Estado español. Si la hubiera tenido habría impuesto su república y de nada habrían servido las apelaciones del Gobierno español a respetar el orden constitucional y las reglas del estado de derecho; y los ciudadanos de Cataluña contrarios o escépticos frente a la nueva república habrían tenido que rechistar bajo la amenaza de ser considerados delincuentes de acuerdo con las nuevas normas . Así se ha construido y se construye la historia. Quien tiene la fuerza impone su ley, no lo olvidemos.
     Así que lo que cabe esperar después del 21-D no es un  juego de seducción en el que nos vamos a decir cuánto nos queremos ni tampoco una relación pacífica en la que podamos contar con la lealtad que se supone tiene que existir entre las partes y el todo en un estado federal o autonómico, como lo queramos llamar. La deslealtad va a continuar y va a continuar la lucha sin tregua ni cuartel por hacerse con la fuerza necesaria para imponer la secesión o para mantener la integridad territorial del país.
Y en esta lucha por conservar o conseguir la hegemonía, quizá podamos llevar las de ganar quienes somos partidarios de la integridad territorial, si nos dejamos de zalamerías y vamos directos al grano: el amor es efímero y tornadizo, pero los intereses son firmes y perdurables. Nos conviene más, en términos económicos, seguir juntos que separados. La independencia es un sueño de contornos ilusionantes (para algunos) pero cuya ejecución práctica resultaría carísima para todos, especialmente para los ciudadanos de la nueva república, que tendrían que rascarse el bolsillo sin alternativa posible. Esto es lo que ha demostrado, creo, Josep Borrell en su libro “Las cuentas y los cuentos de los nacionalistas”.
     Nuestros compatriotas catalanes, sean cuales sean sus sentimientos,  tienen que soñar menos y ser más realistas. Es decir, comprender que, aun en el supuesto de una mayoría independentista abrumadora, la secesión no se va a conseguir “gratis et amore”. Como mínimo habría una negociación en la que el resto de españoles exigiríamos una compensación suficiente en términos de dinero, dinero y dinero. Y eso significaría más deudas para la nueva y flamante república y más impuestos para los “encantados” ciudadanos de la misma. Lo dicho: no hay matrimonio más duradero que aquel que se basa en sólidos y perdurables intereses compartidos.