También me llama la atención el hecho de que esos miles y miles de espectadores deseosos de ver una nueva entrega de las inverosímiles aventuras de Indy no muestren el menor interés por decenas de películas que cuentan historias objetivamente mejores o más interesantes que las del arqueólogo del látigo y el sombrero. Será que en el cine pasa como con la narrativa: la gente casi se mata por hacerse con el último best seller y no presta la menor atención a las grandes obras de la literatura.
La conclusión a que llegué mientras veía "Indiana Jones y el templo de la calavera de cristal" es que, a pesar de su extraordinaria factura técnica, es la peor de las cuatro. Esto no quiere decir que no valga la pena verla. Todo lo contrario: la cinta tiene todos los ingredientes necesarios para hacerte pasar dos horas divertidas. Y después de esas dos horas en las que hay de todo -desde explosiones nucleares a platillos volantes, pasando por persecuciones al borde del abismo, hormigas carnívoras, parodias del héroe, caídas por impresionantes cascadas y un secuencia final por completo incongruente- uno sale del cine tan baqueteado que casi le duelen las agujetas por todo el cuerpo. En cierto modo las aventuras de Indy son como esos cinturones mágicos que anuncian en la tele: te sientas cómodamente en tu butaca y el cinturón hace el resto, porque con sus vibraciones y su calor bien calibrado te quema todas las grasas - y te rejuvenece- sin necesidad de que te pongas tú mismo al duro ejercicio de hacer una buena tanda de flexiones cada día.
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