Ya hemos comentado en aneteriores ocasiones que repetir las elecciones no es el fin del mundo: no había sucedido nunca desde la restauración de la democracia, pero alguna vez tenía que ser la primera. Es verdad que las elecciones del 20 de diciembre de 2015 pusieron fin a un escenario político percibido muy negativamente por la opinión pública: el bipartidismo. Nos hemos pasado al menos una década y media echando pestes contra el bipartidismo y al final hemos conseguido que no haya bipartidismo, pero lo que hay desde finales del año pasado puede que nos acaba gustando todavía menos.
Necesitaríamos unos dirigentes políticos con más cintura, con más fineza, como dicen los italianos, para hacer frente al panorama surgido de las urnas, pero parece que nuestros representantes sólo están dotados para el trazo de brocha gorda. Porque las urnas acabaron con el bipartidismo, pero no acabaron con otra carencia endémica de nuestro sistema político desde 1977: la ausencia de los partidos bisagra, esas fuerzas políticas no demasiado grandes, situadas más bien en la zona templada del espectro político y que tienen capacidad para inclinar la balanza hacia un lado u otro cuando llega la hora de formar gobierno.
Desde las primeras elecciones democráticas ese papel de bisagras venían jugándolo las fuerzas nacionalistas, especialmente el Partido Nacionalista Vasco y Convergencia y Unión ( ahora llamada Democracia y Libertad.) Ciertamente, estas fuerzas nacinalistas han arrimado el ascua a su sardina cuanto han podido y a veces se han comportado con un oportunismo deleznable. Por poner sólo un ejemplo: en el año 2000, cuando el PP de José María Aznar se hizo con la mayoría absoluta en el Congreso, tanto el PNV con CIU votaron a favor de su investidura a cambio de nada, simplemente para llevarse bien con el Jefe del Gobierno. Sin embargo, en 2016 estos mismos PNV y CIU - en vista de que el candidato Sánchez necesitaba o podía necesitar sus votos - han pedido nada menos que el derecho de autodeterminación a cambio de su voto favorable.
La conclusión lógica, el acuerdo básico entre los partidos estatales, debería ser que mientras los partidos nacionalistas no se bajen del burro de sus exigencias exorbitantes quedan descartados por completo para cualquier negociación previa a la investidura. En el Congreso actual hay 25 diputados (6 PNV, 9 ERC, 8 DyL y 2 EHBildu) con los que no se debería contar ni para bien ni para mal, como si no existieran a los efectos de la formación de un gobierno para España.
¿Y qué nos quedaría si hiciéramos ese descarte? Nos quedaría esto: el PP, 123 diputados; el PSOE, 89; Podemos y sus confluencias, 69; Ciudadanos, 40; IU, 2; y Nacionalistas Canarios, 2. Con estos últimos aún se puede contar, pero en el futuro también habría que excluirlos, si su comportamiento llegase a ser ( que no creo) como el de los otros nacionalistas arriba citados. En este contexto, los socialistas y su líder, Pedro Sánchez, deberían haber comprendido que no contaban con los votos necesarios para echar a Mariano Rajoy de la Moncloa. Deberían haber comprendido que el gobierno de izquierdas, o el gobierno del cambio como obsesivamente repiten una y otra vez, era inviable; que Ciudadanos es una fuerza más cercana al PP que a Podemos y que nunca podría haber un ejecutivo apoyado o integrado por PSOE, Podemos y Ciudadanos. Deberían haber comprendido que el mandato de las urnas para ellos era el de permanecer en la oposición por el momento, pero sin actuar como el perro del hortelano: ni come ni deja comer.
Rescate, bancos, fortunas y calcetines
Hace 4 años
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