Desde hace tiempo se nos agotaron las palabras para describir lo que
está pasando en España desde las elecciones de diciembre del año pasado. En el
último debate se habló mucho de fidelidad a los principios, de cumplir las
promesas hechas a los electores, de moralidad, regeneración y nuevas políticas
más pegadas a las necesidades de la gente. Pero a la hora de la verdad se
cometió una de las mayores indecencias que ha sufrido la democracia española en
las últimas décadas. La indecencia de
empeñarse en decir no a un candidato que había logrado reunir el apoyo
explícito de 170 diputados, a tan solo seis de la mayoría absoluta. La
indecencia de colocar al país entero ante la perspectiva de unas nuevas
elecciones, sin que se pueda tener en absoluto la certeza de que esa nueva
convocatoria resolvería de una vez por todas la cuestión.
Difícilmente los constituyentes del 78
habrían podido imaginar que algún día llegaríamos a padecer un bloqueo como el
actual. Si lo hubieran sospechado, quizá habrían establecido para la elección
del jefe de gobierno un procedimiento similar al establecido para la elección
del presidente del congreso: en urna y con papeleta secreta y no por
llamamiento nominal y voto de viva voz. No podemos estar seguros, pero es muy
probable que en las votaciones de los pasados miércoles y viernes habría salido
un resultado favorable al candidato si el voto hubiera sido secreto. En las
circunstancias actuales, dado el sectarismo radical en que ha caído la política
española, cualquier diputado que se salga del carril marcado por la dirección
del partido se juega su carrera política. Y no es fácil que el espíritu
patriótico de hacerle un favor a la ciudadanía pueda pesar más que el deseo de conservar el
escaño.
La política es el arte de hacer posible lo
necesario, y de hacerlo con los mimbres de que uno dispone en cada momento, no
es el mundo de los imperativos morales llevados hasta el extremo del martirio o
el suicidio. El país necesita un gobierno, no puede estar repitiendo las
elecciones indefinidamente, y si no se
dispone de una alternativa viable, hay que dejar que gobierne quien ha obtenido
un respaldo mayoritario, aunque esa mayoría no sea una mayoría absoluta. Así de
simple.
Resultó un tanto patético el llamamiento
de Pedro Sánchez a las “fuerzas del cambio” para elaborar esa posible
alternativa, intento que ya fracasó tras las elecciones de diciembre y que
volverá a fracasar ahora posiblemente antes de nacer. A lo mejor es verdad que
lo más adecuado para España en esta hora sería un gobierno apoyado por PSOE,
Podemos y Ciudadanos (dos manifiestos de políticos y ciudadanos destacados en
diferentes campos se han publicado durante las últimas semanas en este sentido)
pero los partidos de Iglesias y Rivera se han apresurado a declararse
incompatibles. Y para completar el cuadro, los nacionalistas, que dieron su voto
a Aznar en el año 2000 cuando no los necesitaba para nada, ahora plantean
exigencias exorbitantes a cambio de una mera abstención. Por eso cabe hablar de
indecencia para calificar lo ocurrido en
el Congreso la semana pasada.
Lo más grave del bloqueo que padecemos desde diciembre es la excelente
oportunidad que está dejando pasar el Partido Socialista para imponer o pactar
algunas reformas que redundarían en beneficio de toda la ciudadanía. Reformas
en sanidad, en educación, en pensiones, en derechos laborales y libertades
públicas, etc. La estrella de todas ellas es esa reforma de la Constitución que
el PSOE viene defendiendo desde hace años y con la que podría resolverse, según
su criterio, el conflicto territorial que nos incordia. Es muy dudoso que
cualquier reforma imaginable que pudiera pactarse fuera suficiente para dar
satisfacción a unos partidos nacionalistas aferrados a sus exigencias extremas.
Pero en todo caso, ¿con quién creen los dirigentes socialistas que deberían
negociar esa reforma? ¿Acaso no comprenden que sin el PP la posible reforma es
simplemente inviable?
El PSOE tuvo en su mano la
posibilidad de dar luz verde a la formación de gobierno tras las elecciones de
diciembre. No lo hizo y salió perjudicado seis meses después. Podemos tuvo en
su mano la posibilidad de liquidar la etapa de Rajoy y dar luz verde a un
gobierno socialista con el que habría podido pactar desde su fortísima
representación parlamentaria. No lo hicieron y ni ellos ni la gente que tanto
invocan ganaron nada. Cabría exigir un poco de pragmatismo a las dos fuerzas de
la izquierda española para aceptar que ni ellos ni la sociedad en su conjunto
tienen nada que ganar con una nueva convocatoria a las urnas. También cabría pedir
un gesto de patriotismo a Rajoy para que acepte retirarse a cambio de
garantizar la elección de otro candidato del PP. Pero qué sentido tendría un
sacrificio como ese cuando los propios socialistas han reiterado que su no es
extensivo a cualquier candidato propuesto por los populares. Lo dicho, no hay
palabras para calificar lo que está sucediendo ante nuestros asombrados ojos.
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