Escribo estas líneas cuando faltan pocas horas para la presentación solemne en Madrid de la candidatura de Susana Díaz a la Secretaría General del Partido Socialista Obrero Español. No se quién sería en la hora presente el mejor dirigente para el PSOE, pero pocas imágenes me parecen tan demagógicas y fraudulentas como esta de Pedro Sánchez cantando la Internacional con el puño izquierdo enarbolado a la altura de las orejas. Diríase que aspira a dirigir un partido que promete la toma de los cielos al asalto y no uno que abandonó hace 38 años el pensamiento marxista como guía para la acción política. El PSOE de sí es sí que promueve Sánchez por las carreteras de España parece que no tiene nada que ver con la OTAN, con la reconversión industrial, con las huelgas generales que los sindicatos le hicieron a Felipe González, con las corrupciones varias, con la congelación de pensiones decretada por Rodríguez Zapatero costase lo que costase. Con el PSOE que dice soñar Sánchez “nunca habrá un voto de izquierda para avalar políticas de derechas”.
¿De qué color o tendencia eran los diez millones de votos que llevaron al poder al PSOE en octubre de 1982? ¿Y de qué color o tendencia eran las políticas llevadas a cabo durante el tiempo de aquellas tres mayorías absolutas consecutivas? Creo que no nos equivocaremos mucho si decimos que aquellas políticas reformistas estaban un poquito más a la derecha de lo que habrían esperado los votantes que entusiásticamente acudieron a la llamada del “cambio”. Juzgadas retrospectivamente, aquellas políticas reformistas, socialdemocracia de libro, sin duda merecen cuando menos un aprobado alto, porque resultaron positivas para el conjunto de la sociedad española y consolidaron lo que hemos dado en llamar el Estado del Bienestar.
Y si miramos hacia el futuro, la
continuidad de aquellas políticas reformistas es lo máximo y probablemente lo
mejor que podemos esperar de una izquierda que recupere de nuevo la confianza
de la mayoría de los ciudadanos. Pero en los últimos tiempos a la izquierda
política y sociológica española le han pasado algunas cosas que a corto y medio
plazo pueden ser letales: por un lado, se ha dividido en dos formaciones con un
peso electoral casi idéntico, lo cual invalida aquel viejo recurso del “voto
útil” y perjudica a ambas por igual en el reparto de escaños; por otro, una de
esas formaciones ha abrazado los planteamientos nacionalistas, exigencias que,
de aceptarse, nos llevarían muy rápidamente por el camino de la balcanización o
cantonalización.
El propio Sánchez parece haberse
convencido también de que no hay más remedio que entenderse con los
nacionalistas en una España plurinacional. Seguramente sigue teniendo en la
cabeza la idea de una mayoría de gobierno formada por PSOE, Podemos y los
nacionalismos varios que obtengan representación en el Congreso. Una fórmula de gobierno que acabaría siendo un
desastre, sin paliativos. Así que al Partido Popular le puede venir muy bien un
PSOE encabezado por Pedro Sánchez, del mismo modo que al PSOE de las mayorías
absolutas le venía muy bien un Partido Popular encabezado por Manuel Fraga, a
quien generosamente concedieron el honorífico título de Jefe de la Oposición.
La realidad acaba imponiendo sus reglas de
modo implacable y la acción de gobierno que llevaría a cabo un PSOE de nuevo
instalado en La Moncloa sería más o menos igual de reformista o socialdemócrata
que todas las llevadas a cabo por los gobiernos socialistas que hemos conocido
en las décadas anteriores. Sería, por tanto, absurdo que los militantes
socialistas convirtieran el actual proceso de elecciones internas en una
competición para ver qué candidato es más genuinamente de izquierdas. Y más
absurdo todavía que la piedra de toque para calibrar el presunto izquierdismo
de los candidatos sea el grado de rechazo a cualquier posible colaboración con
la derecha gobernante. El sectarismo no devolverá al PSOE la centralidad del
tablero político español.
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