En vista de que la tormenta financiera internacional parecía anunciar el fin del mundo, decidí viajar a Amsterdam para pasar allí el fin de semana en familia. Era una vieja promesa a mis hijas que no quería dejar incumplida.
Aunque los titulares de la prensa hablaban del "crash de 2008", en las calles de la muy liberal y multiétnica Amsterdam era imposible percibir algún síntoma de caos o de pánico. Lo que uno podía ver, más bien, eran grandes multitudes de gente llenando los restaurantes y aprovechando el buen tiempo otoñal para hacer ejercicio al aire libre o llevar a cabo las obligadas visitas turísticas. Sin embargo, mientras trataba de mantenr la guardia alta frente a ese peligro silencioso que son las bicicletas a toda velocidad, sí que recordé que en estas tierras, hacia mediados del Siglo XVII, tuvo lugar una de las burbujas especulativas más famosas de la historia: la burbuja de los tulipanes. Imaginé los canales llenos de bulbos pudriéndose. Bulbos por los que, un poco antes del estallido, se pagaban cantidades astronómicas. Y la gente se endeudaba hasta las cejas para conseguir esas cantidades impensables de dinero. Así son la codicia y la locura humanas.
Para explicar las causas de la crisis actual, se ha hablado mucho de la especulación y la codicia, pero atribuidas éstas a unos pocos, mientras que al público en general ni se le menciona, como si los medios de comunicación tuvieran miedo de poner a la gente frente a un espejo. En el caso de España, por ejemplo, estaba claro que antes o después la burbuja del ladrillo acabaría desinflándose. Y, desde luego, hay muchos responsables del "inflado" previo, sostenido a lo largo de años, pero yo tengo claro que el responsable número uno somos los ciudadanos de a pie, con nuestro convencimiento inquebrantable de que no había forma mejor de colocar los ahorros que comprar una vivienda. Y, como pasó en la Holanda del Siglo XVII, muchos se han endeudado hasta las cejas con tal de tener cuatro paredes de las que pudieran decir que eran suyas.
Por fortuna para todos, el mercado inmobiliario no es tan líquido como las bolsas. Esos desplomes violentos y esas recupeaciones eufóricas no se dan, o no se dan tan visiblemente, en el mercado de la vivienda, que además presenta la ventaja de ser un bien tangible, algo que uno puede ver y disfrutar, frente a la insoportable levedad de los apuntes contables en que se materializa la propiedad de las acciones. El presidente de los promotores inmobiliarios, Guillermo Chicote, decía esta semana pasada, con su característica facundia, que ya podemos olvidarnos de recortes del 40 por ciento en el precio de los pisos, porque "antes estoy dispuesto a regalárselos al banco". Eso estaría muy bien, señor Chicote, tenga usted bemoles y cumpla a rajatabla su amenaza: regáleselos a los bancos y veamos después que hacen éstos con tan envenenado "presente". Por supuesto que no se van a quedar con ellos como recuerdo, sino que tratarán de quitárselos de encima de la manera más ordenada posible, es decir, mediante subastas. Y en esas subastas, inevitablemente, habrá los recortes que tenga que haber.
Me decía un amigo, días antes de viajar a la tierra de los tulipanes, que el mercado es la institución más democrática que existe porque cada bien, en cada momento, vale lo que la gente está dispuesta a pagar por él. Yo no estoy tan seguro de esa presunta naturaleza democrática del mercado: más bien creo que produce injusticias y aberraciones. Y si se le deja a su libre albedrío, las injusticias y las aberraciones pueden ser absolutas, demoledoras.
El brusco final de la especulación holandesa del Siglo XVII causó grandes ruinas, traumas y sufrimientos, pero al menos dejó en los Países Bajos una herencia positiva: el muy lucrativo comercio de los tulipanes, cuyas flores de vivos colores se exportan hoy a todo el mundo. Es posible que esta crisis de 2.008 nos deje la herencia de una mejor regulación de los mercados financieros y un mayor control sobre ciertas prácticas bancarias. Pero los recurrentes períodos de auge y desplomes bursátiles no creo que vayan a desaparecer. En mis 23 años de servicio en los Informativos de RNE ya he visto unos cuantos, aunque este de ahora es de una intensidad desconocida.
Aunque los titulares de la prensa hablaban del "crash de 2008", en las calles de la muy liberal y multiétnica Amsterdam era imposible percibir algún síntoma de caos o de pánico. Lo que uno podía ver, más bien, eran grandes multitudes de gente llenando los restaurantes y aprovechando el buen tiempo otoñal para hacer ejercicio al aire libre o llevar a cabo las obligadas visitas turísticas. Sin embargo, mientras trataba de mantenr la guardia alta frente a ese peligro silencioso que son las bicicletas a toda velocidad, sí que recordé que en estas tierras, hacia mediados del Siglo XVII, tuvo lugar una de las burbujas especulativas más famosas de la historia: la burbuja de los tulipanes. Imaginé los canales llenos de bulbos pudriéndose. Bulbos por los que, un poco antes del estallido, se pagaban cantidades astronómicas. Y la gente se endeudaba hasta las cejas para conseguir esas cantidades impensables de dinero. Así son la codicia y la locura humanas.
Para explicar las causas de la crisis actual, se ha hablado mucho de la especulación y la codicia, pero atribuidas éstas a unos pocos, mientras que al público en general ni se le menciona, como si los medios de comunicación tuvieran miedo de poner a la gente frente a un espejo. En el caso de España, por ejemplo, estaba claro que antes o después la burbuja del ladrillo acabaría desinflándose. Y, desde luego, hay muchos responsables del "inflado" previo, sostenido a lo largo de años, pero yo tengo claro que el responsable número uno somos los ciudadanos de a pie, con nuestro convencimiento inquebrantable de que no había forma mejor de colocar los ahorros que comprar una vivienda. Y, como pasó en la Holanda del Siglo XVII, muchos se han endeudado hasta las cejas con tal de tener cuatro paredes de las que pudieran decir que eran suyas.
Por fortuna para todos, el mercado inmobiliario no es tan líquido como las bolsas. Esos desplomes violentos y esas recupeaciones eufóricas no se dan, o no se dan tan visiblemente, en el mercado de la vivienda, que además presenta la ventaja de ser un bien tangible, algo que uno puede ver y disfrutar, frente a la insoportable levedad de los apuntes contables en que se materializa la propiedad de las acciones. El presidente de los promotores inmobiliarios, Guillermo Chicote, decía esta semana pasada, con su característica facundia, que ya podemos olvidarnos de recortes del 40 por ciento en el precio de los pisos, porque "antes estoy dispuesto a regalárselos al banco". Eso estaría muy bien, señor Chicote, tenga usted bemoles y cumpla a rajatabla su amenaza: regáleselos a los bancos y veamos después que hacen éstos con tan envenenado "presente". Por supuesto que no se van a quedar con ellos como recuerdo, sino que tratarán de quitárselos de encima de la manera más ordenada posible, es decir, mediante subastas. Y en esas subastas, inevitablemente, habrá los recortes que tenga que haber.
Me decía un amigo, días antes de viajar a la tierra de los tulipanes, que el mercado es la institución más democrática que existe porque cada bien, en cada momento, vale lo que la gente está dispuesta a pagar por él. Yo no estoy tan seguro de esa presunta naturaleza democrática del mercado: más bien creo que produce injusticias y aberraciones. Y si se le deja a su libre albedrío, las injusticias y las aberraciones pueden ser absolutas, demoledoras.
El brusco final de la especulación holandesa del Siglo XVII causó grandes ruinas, traumas y sufrimientos, pero al menos dejó en los Países Bajos una herencia positiva: el muy lucrativo comercio de los tulipanes, cuyas flores de vivos colores se exportan hoy a todo el mundo. Es posible que esta crisis de 2.008 nos deje la herencia de una mejor regulación de los mercados financieros y un mayor control sobre ciertas prácticas bancarias. Pero los recurrentes períodos de auge y desplomes bursátiles no creo que vayan a desaparecer. En mis 23 años de servicio en los Informativos de RNE ya he visto unos cuantos, aunque este de ahora es de una intensidad desconocida.
1 comentario:
No hay UN mercado, Hay LOS mercados. Ejemp. ¿Que sería del mercado medicamentos si no estuviese milimetricamente regulado? No Quiero ni pensarlo. Tu amigo, querido Santiago, se referirá a los mercados de lo superfluo.
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