Esto es España, amigos, así somos los españoles. ¿Son estas las costumbres que habrán de adoptar obligatoriamente los que vengan a vivir con nosotros? ¿Serán otras? ¿Cómo decidiremos qué costumbres merecen preservarse y ser impuestas? ¿Propondrá el PP una subcomisión parlamentaria para que estudie el asunto? ¿Crearemos también unos tribunales especiales para juzgar a los que no se hayan adaptado adecuadamente? Al final lo que hemos descubierto es que detrás de las propuestas de Rajoy lo que hay es el miedo al velo, el rechazo un poco irracional a la diferencia que el velo representa, la pretensión utópica de que las diferencias pueden borrarse mediante decretos. A lo mejor podría servirnos de algo la experiencia de las dictaduras comunistas, que también creyeron -véase el caso de Polonia- que los sentimientos religiosos de la gente podían borrarse por el expeditivo procedimiento de proclamar que la religión es el opio del pueblo y, en consecuencia, abolirla de las escuelas. Humo y xenofobia es lo que hay detrás de ese "contrato para la integración", según el diagnóstico certero que ha hecho Alfredo Pérez Rubalcaba.
LOS BUENOS SOMOS NOSOTROS; LOS MALOS SON ELLOS
Esa tendencia a creer que todos los bienes están en nosotros y todos los males ("las urgencias están colapsadas por culpa de los inmigrantes", Arias Cañete dixit ) en los que vienen de fuera la llevamos inscrita en los genes por lo menos desde cuando vagábamos por el planeta en busca del fuego. Pero creíamos que siglos y siglos de civilización nos habían enseñado a mantener dormida la bestia que llevamos dentro, a comportarnos con un poco de decencia y de racionalidad, con un poco de sentido común, tal como reclama una y otra vez Rajoy en sus intervenciones parlamentarias. ¿Está el PP en contra de la civilización? Dan ganas de pensar que sí, a la vista de las propuestas tan primitivas, tan injustas, tan insolidarias que ha presentado para afrontar los problemas de la inmigración.
No hace mucho, en una excursión campestre, fuimos a dar con una aldea que tenía un hermoso frontón presidiendo la plaza. En una de las paredes de aquel frontón estaba escrita, en letras azul añil, esta advertencia: al forastero que venga a pretender, le cuesta la moza 500 pesetas. Está claro que la "pintada" no era de ayer ni de antesdeayer, pero es un buen reflejo de esas pulsiones primarias, irracionales, de rechazo al que viene de fuera, pulsiones difíciles de mantener a raya, como la mala hierba. España, esta España que amamos aunque algunas de sus costumbres no nos gusten nada, se quitó el hambre gracias a la emigración y prosperó, a partir de los años sesenta del siglo pasado, gracias a las divisas que traían los extranjeros. Y no puede decirse, sin faltar a la verdad, que aquellos extranjeros, aquellos primeros turistas, tuvieran a su servicio unos camareros de extraordinaria preparación profesional. Más bien al contrario, porque quienes les atendían eran jóvenes que acababan de desertar del arado. Deberíamos recordar esto, deberíamos recordarlo siempre - querido Miguel Arias Cañete- antes de abrir la boca.
Termino mi reflexión con otra anécdota personal. En el año 82, cuando todavía estábamos muy lejos de ser un país rico reacio a compartir su riqueza, un grupo de amigos hicimos un viaje a París. A la vuelta se nos averió el coche en una localidad llamada Chateaudum. Mientras esperábamos la reparación, trabamos amistad con un inmigrante español, de la provincia de Ciudad Real, que, veinticinco años después de su llegada a Francia, seguía echando pestes de la costumbre local de acostarse demasiado pronto y levantarse muy temprano. Aquel hombre era incapaz de pronunciar una palabra tan sencilla como voiture, y seguía hablando de la vatúa cada vez que se interesaba por los avances de la reparación. ¿Cuál tendría que haber sido nuestra reacción si un desalmado hubiera propuesto expulsarlo de Francia, dada su manifiesta incapacidad para adaptarse al idioma y las costumbres francesas?
Menos mal que, al día siguiente de este patinazo con la integración de los inmigrantes, Mariano Rajoy enderezó de nuevo el rumbo con la promesa de plantar quinientos millones de árboles. Eso suena mucho mejor, don Mariano, aunque todos sepamos que no se plantará ni una quinta parte en caso de ser usted el inquilino de la Moncloa.
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